LUMINOSA OSCURIDAD

Sonó el despertador a las siete en punto, estiró la mano y deslizó sus dedos sobre los números que señalaban la hora. Lo apagó, hizo crujir sus huesos, los músculos, el sueño y se levantó despacio. Se puso la bata, las pantuflas, fue al baño. Prendió la ducha a toda furia y se detuvo un tiempo debajo de esa cascada de vapor. Todos los gestos parecían el reflejo eterno de un día como tantos, pero él sabía que no lo era. Salió de la ducha, se secó, lavó sus dientes, se peinó sin mirarse al espejo y fue a su habitación a vestirse.

Sonó el despertador a las doce en punto. Estiro la mano y lo apagó. Maldijo ese sonido que la sacaba del sueño, la arrancaba de ese mundo plácido y suspendido que siempre agradecía encontrar a ojos cerrados. Se corrió el pelo de la cara, se refregó los ojos, los abrió. Otro día más, se dijo en un susurro y entre dientes. Como quien promete día tras día que va a dejar de fumar ella se juró que hoy sería la última vez.

Luego de desayunar bajó a su estudio, un cálido espacio lleno de instrumentos musicales, un órgano, partituras, computadora, atriles, un gran equipo de sonido y mullidos sillones de cuero. Tomó un estuche negro y alargado y sacó de allí una flauta traversa, con suma delicadeza encastró las piezas. Abrió la ventana de par en par, el aire fresco y matinal desparramó algunas hojas de los árboles pero él no percibió como descansaba el otoño sobre su piso. Acomodó la flauta entre sus labios y se entregó a Bach y su Brandenburgo.

A la hora fijada abrió las puertas del hotel. Era una mujer bella, aunque no deslumbrante. Con paso firme caminó hacia la recepción, luego de presentarse dijo que la esperaban en la habitación quinientos treinta y ocho. El recepcionista llamó, consultó, cortó, le señaló el ascensor. La última vez, volvió a repetirse mientras se acomodaba observando su imagen reflejada en el espejo.

La habitación era una suite, lujosa pero no extravagante. Reiteradas veces exploró ese espacio ajeno con sus manos y sus pasos. Confirmó que la heladera estuviese provista de todo lo necesario. Acomodó unas flores que había encargado especialmente. Le gustaba el aroma de las diamelas. Sin mirarse al espejo acomodó por última vez su camisa, su pantalón, el cabello. Sonó la puerta y en exactamente diez pasos llegó al picaporte. La abrió.

Del otro lado la mujer preparó su mejor sonrisa. Se miraron por unos segundos. Le gustó el perfume de ella. Se extrañó por los anteojos negros de él. Entraron. Mirándola a los ojos le señaló el sillón, él la siguió detrás con movimientos lentos y precisos. Se sentaron a prudente distancia.

Acostumbrada a hombres apurados, manos transpiradas, miradas de laboratorio, este hombre era extraño y distinto. Qué se traerá entre manos, pensó. Se sentía indefensa al no poder ver sus ojos, desde la mirada siempre supo que tipo de individuo tenía adelante. Pero con este hombre no conseguía descifrar en que consistiría el juego esta vuelta. Era la última vez y sólo deseaba que terminara pronto.

Le ofreció algo para tomar. Ella se negó, él no insistió. Se levantó y caminó despacio, pero sin dudar, hasta un pequeño bar que había en un ángulo. Se sirvió un whisky, dos cubos de hielo y volvió a su lugar. Ella lo observó con atención y entonces se dio cuenta. Era ciego.

- Sólo te pido que estemos en igualdad de condiciones. Cerrá los ojos por favor. No tengas miedo, no te voy a hacer nada malo y, probablemente, no te vas a arrepentir- dijo él.

Ella lo miró unos instantes, lo suficiente como para notar que éste era un juego que hasta ahora nunca había jugado. No sentía rechazo ni necesidad de complacer, algo le decía que tenía que bajar las barreras, como si los roles se hubiesen invertido y la complacida fuese ella. Cerró los ojos.

El tomó una de sus manos y la puso entre las suyas con gesto similar a un rezo. Percibió la tibieza y la suavidad de su piel. Recorrió cada dedo dibujándolo hasta el último trazo. Eran manos largas, finas, uñas cuidadas y no muy largas. Imaginó que estarían pintadas de rosa pálido, no eran manos para rojo furioso. Con sumo cuidado posó ambas manos abiertas sobre su cara, quería delinearla a través de sus palmas. Sintió su nariz pequeña, el aleteo de las pestañas, su respiración. Se detuvo el tiempo necesario para caminar su rostro con la yema de los dedos. Diseñó sus ojos, su frente, las mejillas. Recorrió sus labios una y otra vez, el mentón, las orejas. Le preguntó el color de sus ojos. Pardos, susurró ella, en un esfuerzo tremendo por no querer romper el silencio.

Sentados aún frente a frente, muy cerca un cuerpo del otro, la tomó de los hombros. El primer impacto fue un suave cashemire hormigueándole la piel. Debajo, un continente de músculos y huesos firmes. Ella se estremeció. El suspiró. Hasta ese momento, y desde hacia mucho tiempo, sólo acariciaba a su mujer muerta entre las manos vacías. Se detuvo. Se alejó.

- Por favor, no abras los ojos -Le rogó mientras recuperaba el aliento.

Ella permaneció quieta y suspendida con los ojos cerrados. Tampoco quería abrirlos, pensó que podía ser un sueño y se resistió a que el día la arrancase otra vez de la noche, la paz, de la alegría. El se paró y caminó hasta un pequeño equipo de música que había traído. Apretó play y comenzó a sonar Bach junto a un coro de violines. Se acercó a ella nuevamente y le tendió las manos. La mujer se las aferró. Se puso de pie y la respiración de ambos se confundió con las diamelas, la música, el corazón retumbando en el pecho. Afuera el mundo era una realidad lejana y un recuerdo no querido. Sólo ese instante. Nada más que ese instante. Ahora sí quiero tomar algo, dijo ella.