La decisión

La vida le explotó entre las manos desde su cara oculta, mostrando sus peores muecas. La soledad, la incomprensión, el amor y su doloroso sabor, todo aquello parecía un carnaval indescifrable que le desgarraba el alma, igual que una calesita que gira y gira no pudiendo aferrarse nunca a la sortija. Su confuso mundo interno crecía vertiginosa y diametralmente opuesto a las vivencias externas. Entonces, comprendió que la vida no le gustaba, no era un traje que se amoldara a su cuerpo y menos aún a su alma. Decidió decirle adiós.

Lo pensó mucho, resolvió el modo y precisó el día. A partir de allí el tiempo se acomodó a otra dimensión. Lejos de caer en el desconsuelo cada instante lo vivía desde un desconocido placer, con la secreta y extraña sensación de quien se está despidiendo para emprender un viaje mucho más apacible.

Cuando llegó el momento cerró la puerta de su habitación y escribió una adolescente carta de despedida. Recorrió con la mirada, concentrada como quien observa el mar, el fuego o algo que regala cierto magnetismo cada rincón de su cuarto: los afiches, los libros, la mesita, el cubrecama, los almohadones, algún viejo juguete. Hizo un minucioso inventario de todo aquello que hasta ese momento había formado parte de su vida, sabía que ya no iban a formar parte de su muerte. Hasta que se detuvo en un vaso con agua y una caja llena de comprimidos.

Se sentó al borde de la cama y comenzó a tomarlos de a uno en uno. Luego del último, el último de diez, veinte, treinta, quién lo sabe, sabía que eran todos, se recostó sobre la almohada. Ni una lágrima, ni siquiera un lamento desesperado, sólo una irreconocible y agradable sensación de paz en el corazón.

Sumergida aún en ese manso y profundo silencio escuchó a lo lejos la voz de su madre que la llamaba. El eco de esas letras que formaban su nombre se fue acercando, la puerta se abrió y una cabeza inconfundible de madre se asomó con fastidio al no recibir respuesta. La observó recostada en la cama. Se acercó, miró ese garabato de letras desprolijas, dolorosas, se detuvo en el vaso vacío, la caja sin contenido y el espanto atravesó sus ojos.

Se sentó a su lado y la abrazó, la zarandeó, la besó. Sentía latir el corazón de su madre dentro del suyo desde esa llanura suave donde se encontraba suspendida. Como brasas que se van prendiendo lentamente hasta llegar a ser hoguera quiso gritarle. - ¡No me despiertes mamá, no todavía! -. Pero el lenguaje ya no formaba parte de esa nueva dimensión. De pronto, el rostro de madre relajó sus músculos y serenó sus lágrimas pues alcanzó a oír la melodía de su respiración. Todavía su hija estaba allí, no se había ido.

Evitando desparramar el pánico en la familia llamó a su hijo mayor, cuando vino le explicó la situación sin agregarle condimentos dramáticos a lo evidente. Pablo se sentó a su lado, con horror y ternura trató de incorporar ese cuerpo que parecía una muñeca de tela. Su madre salió envuelta en desolación y miedo a llamar por teléfono a su padre, su esposo, su compañero con quien quince años atrás amaron a esa niña que luchaba por irse, por quedarse, por hacer algo que la sacase de esa cosa absurda y dolorosa que le parecía la vida.

Finalmente, después de superar la resistencia consiguió vencer esa nada tan sugestiva e invitante. Trató de abrir los ojos pero sus párpados, como enormes piedras imposibles de levantar, caían pesadamente en cada intento. Pablo le palmeaba la cara sin dejar de pronunciar su nombre, con desconsuelo, con enojo, hasta con furia. La tomó por debajo de las axilas y medio a la rastra y abrazada la llevó al cuarto de baño. Giró la canilla de la bañera y sostuvo su cabeza debajo del agua que brotaba con toda su potencia, como si supiera de ese instante final y definitivo. En ningún momento dejó de pronunciar su nombre, gritar su nombre, suplicar que no lo abandonara.

Abrió los ojos, intentó erguirse pero sus piernas parecían de goma, su cabeza de algodón, su corazón un túnel infinito. Pablo la sacó de abajo del agua y la abrazó, con sus brazos temblorosos y fuertes la abrazó. Se aferró a su hermana como a su vida misma.

La muerte le concedió el pasaje de regreso, aunque ella hubiera sacado sólo el de ida. No quiso recibirla. No todavía. Retornó sobre sus pasos pero ya no era la misma que al partir, era otra. Había librado su primer batalla contra la vida, sabía que le quedaban más en el camino pero también sabía que las iba a combatir. La vida, ese camino misterioso y fantástico, explotó nuevamente entre sus manos. Ya no era la misma.